Cuando me invitaron a escribir para esta publicación me pregunté por el interés de sus lectores. Y entonces me surgió esta inquietud: ¿cuánto dura el arte? El efecto del arte, lo que produce en las personas que se acercan a él, ese afecto ¿cuánto dura? Pensé que en estos tiempos en que nada dura demasiado y donde además, hay millones de cosas para ver y para oír, no sería una pregunta vana.
El sentido común tiende a pensar que el arte dura mucho. Inmediatamente acuden al recuerdo los museos donde se guarda la obra de los artistas de otros tiempos. O evocamos los testimonios del pasado, como la Cueva de las Manos. Desde esta perspectiva el arte parecería durar mucho, incluso aspirar a la eternidad. Por el contrario los objetos de la tecnología no tienen esa vocación porque envejecen pronto, a veces en cuestión de semanas. Claro que algunos, luego de envejecer, se convierten en objetos de culto como los celulares viejos, o los discos de vinilo.
¿Pero el arte es el objeto que lo despierta? No sé porque imagino que esto puede resultarle raro a los jóvenes de hoy, acostumbrados a que lo que oyen o miran se guarde como un archivo digital que puede circular en diferentes soportes. Un “contenido” puede guardarse en la red o en un pen drive y seguir siendo el mismo contenido, pero tendemos a pensar que, en el arte, el contenido y lo que lo contiene son la misma cosa. Y si dura el continente el contenido también. ¿Pero será así?
No estoy seguro. En los museos se guardan muchas obras cuyo contenido ha desaparecido con el paso del tiempo. Queda el “envase” que puede despertar alguna nostalgia, pero lo que intercambiaba con sus contemporáneos ya se perdió. Por el contrario otras siguen conmoviendo como entonces o agregan nuevos sentimientos. Eso es lo que decide que una obra siga viva o sea sólo una cáscara vistosa.
Me doy cuenta de que estoy separando el afecto que produce el arte (los sentimientos que despierta) del objeto que se presenta como obra, como una pintura, o un libro que “contiene” una novela, por ejemplo. Pero podríamos pensar en una melodía que no está tan contenida en algún lado y la puedo tararear en cualquier momento sin que me preocupe donde se guardaba.
Algunas canciones se
guardan en la memoria de las personas durante muchos años aunque su
autor ya se haya olvidado.
Ven que asocio la
duración con el lugar donde se guarda. Es una vieja idea que a las
cosas para que duren hay que guardarlas. Pero también que lo que
vale la pena guardar es una “cosa”. Y el arte no siempre es una
cosa. Diría que casi nunca es una cosa.
En algunos hogares había
cosas que no se usaban más que en ocasiones especiales y mientras
tanto se las guardaba. A veces tanto tiempo que cuando se las volvía
a ver ya no servían para nada (recuerdo ahora un mantel de hilo)
Pero otras veces sacar a relucir la tetera de la abuela, o el
cuchillo de los asados del tío, genera un sentimiento de estar ante
algo especial. Algo que vale la pena hacer que dure.
Ahora bien, aunque el
arte surja de un obra guardada en un museo o de un cuento que guardó
la abuela en su memoria, el regocijo que causa y las ideas que
moviliza sólo duran un tiempo corto, y me temo que cada vez más
corto. Ahora todos los objetos de la cultura aspiran conseguir el
regocijo que antes se reservaba a los objetos del arte. Y esto
incluye a las personas que se tratan a sí mismas como objetos de
diseño. El resultado es la saturación de los sentidos y ese
horizonte entre aburrido y somnoliento que caracteriza nuestro tiempo
que, para resolverlo, no hace más que azuzar a todo el mundo a
levantar “la onda”. Y que no decaiga.
A las cosas, pero también
al arte les pasa el tiempo y les deja marcas. Y el objeto que guarda
el arte no queda indiferente a su paso. La suerte del arte se juega
en que contenga un poco de vida y que esa vida encuentre el camino
para encontrarse con los que llegan. Eso para el arte que aspira a
algo más que entretener por un rato. Para este último el tiempo no
es un problema.