Los aromas de la infancia

Kiosco Wolf: un pequeño mundo de delicias

Entre los negocios del Km3 de décadas pasadas, este local se destaca especialmente y es recordado con particular cariño por quienes vivieron su niñez en el barrio.

¿Quién no recuerda entre los que entonces eran niños haber pasado o comprado alguna golosina en el kiosco Wolf. Los que tuvieron oportunidad de entrar evocan el dulce y característico aroma que allí se respiraba. Este negocio significó magia, olores y gustos únicos para quienes pudieron visitarlo. Ya el frente del local era muy particular, y resaltaba de la línea de edificación. No era recto y chato como los demás, sino que remataba en una pequeña saliente central sobre el techo a dos aguas. Tenía una vidriera a la izquierda de la puerta de entrada, donde se exhibían las golosinas, ilusión de los niños del barrio… ¡y muchas veces promesa de portarse bien! Más de uno habrá detenido la marcha de sus padres para llenarse la vista con aquellas delicias que guardaba el kiosco en su interior.

Caramelos que vendían en kioso Wolf. Fotografía de Gladys Caramés (C. Riv-fotos antiguas)

Apenas traspuesto el umbral, una pequeña campanilla anunciaba con su tintineo el ingreso de un cliente. Y allí, una vez adentro, un nuevo mundo se abría: el aroma a chocolate, con algún dejo de café recién molido, lo inundaba todo y prometía una fiesta a los sentidos. Entonces, detrás del mostrador de madera oscura y lustrada aparecía Doña Wolf (su nombre de pila era un misterio, pero bastaba con llamarla así para identificarla). Con una sonrisa que iluminaba sus ojos celestes, la señora europea aguardaba con paciencia que los chicos eligieran… o sólo miraran: eran tiempos difíciles, y no todos disponían de una moneda para comprar golosinas.

Doña Wolf se sorprendía cada vez que sus clientes tenían dinero. ¿Qué se podía comprar con 5 o 10 centavos? Con los 5, un chupetín Milkibar o uno de dulce de leche. Con 10, un paquete de pastillas Renomé o un cuadrado de chocolate Águila. ¿Y si había más de diez centavos…? ¡Era una fiesta para el cliente y para la señora Wolf!

Cuando los niños tenían “tanto” dinero, estaba la posibilidad de comprar el paquete de caramelos Ophir de leche masticables… ¡y deliciosos! El paquete era un estuche rojo con dibujos geométricos en azul y blanco, con suficientes dulces como para compartir con acompañantes y amigos.

El paseo por el kiosco terminaba con un aviso: “¡Chicos, cierren bien la puerta al salir!”. Una vez afuera, la magia del lugar se prolongaba en el degustar de los dulces. La señora alemana se quedaba detrás del mostrador con su vestido oscuro, el fino cuello de encaje claro y el impecable rodete, a la espera de otra visita de los niños del barrio.

Fuente: “Estampas del Barrio Petrolero. Década del 40”, de Nelly Lidia Álvarez de Sarna.


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